Hace ocho años tomé una gran decisión: dejar la ciudad e irme a vivir a un pueblo.
Vivía en un piso en una zona tranquila y, la verdad, aquella casa nuestra me gustaba mucho. Era bonita, bien distribuida, en una zona que me resultaba agradable… Estábamos bien allí. Sin embargo, yo sentía una extraña necesidad de huida.
La sensación era como de que me faltaba el aire y añoraba un espacio abierto, en el que hubiese naturaleza y silencio.
Cuando quieres algo y te lo sirven en bandeja, no tienes mucho más que decir. Decidimos aprovechar que todo se ponía a nuestro favor e hicimos el cambio.
Irnos a vivir a un pueblo generó muchos comentarios de la gente de nuestro alrededor y la mayoría nos decía que estábamos locos, sobre todo con dos niños pequeños y uno de ellos sin haber cumplido un mes.
Pero uno de los motivos que teníamos era, precisamente, los niños. Que creciesen en un pueblo era uno de nuestros objetivos familiares.
Así que hicimos el cambio. Vimos una casa que nos encantó en un pueblo en el que no conocíamos a nadie y en poco más de tres meses se convirtió en nuestro nuevo hogar.
Nunca en estos ocho años nos hemos arrepentido de cambiar la ciudad por el pueblo. Es un pueblo que no está muy alejado, pero es un pueblo al fin y al cabo. También te diré que no nos costó apenas el cambio, sino que nos resultó algo fluido con lo que conectamos enseguida.
El pueblo me ha traído calma y silencio. Es verdad que te tiene que gustar, pero aquí todo baja de intensidad. Hay muchos menos estímulos y eso le sienta bien a mi mente y a mi cuerpo.
En realidad, aquí no hay mucho que hacer. Te asomas a la ventana y puedes ver pasar a alguien de vez en cuando. Se escuchan los pájaros y el viento y (lo que más me gusta), el olor a leña en invierno y el cielo estrellado por la noche. Eso me relaja y me ayuda a conectar con lo importante. Siento que no tengo tantas cosas que hacer, ni tantos planes en los que participar. Es más, tengo muchos menos planes que antes por el simple hecho de haberme alejado del bullicio. Me contagio de la calma que percibo cuando miro por la ventana o salgo a la calle.
Los niños entran y salen a la calle sin necesidad de que les acompañemos continuamente y la puerta muchas veces está abierta. El pueblo nos sienta bien.
Una de las cosas que más me impresionó cuando vine aquí y que me sigue impresionando es mirar hacia arriba y ver el cielo. Un cielo enorme, no una pequeña parte.
Todo esto que te cuento me hizo conectar con la vida consciente, con esa que transcurre a un ritmo más lento. Hay más espacio para pensar qué cosas hacer y cómo hacerlas. Y parece que el tiempo transcurre de otra manera. Y eso es parte de lo que quiero transmitir con Natur&Cosmos: cómo vivir con más sentido.
Estoy preparando algo muy bonito que se está cociendo. A fuego lento, ya sabes.
Te deseo un maravilloso día.
Ana Gil